12.4.07

De Feminismo a Jasidismo

BS’D
Reproducimos un artículo publicado en la página de Tora.org.ar extraído de la Revista Jabad Magazine.

De haber sabido yo que la decisión de observar el kasher y el Shabat en 1971 eventualmente me conduciría, muchos años después, a caminar por el populoso barrio judío neoyorquino de Brooklyn con una peluca y ropa modesta, podría haberme sentido demasiado paralizada como para cumplir la primera mitzvá.

Allí estaba yo, con 19 años y emocionada por ser una estudiante universitaria en Boston, explorando todos los "ismos" de la época: pacifismo, socialismo, vegetarianismo, meditación, feminismo, misticismo y judaísmo.

Mi involucración con el judaísmo de la Torá se produjo a través de una parienta observante, una mujer de 50 años que me acogió en su hogar como una hija adoptiva. Era una refugiada europea al igual que mi padre, capaz de llenar espacios en blanco sobre aquel desvanecido mundo que yo anhelaba comprender.
Particularmente dentro del marco de su estilo de vida, me describió mucho: "Esta es la tonada que tu abuelo cantaba para el Birkat HaMazón, la Bendición Después de las Comidas. Ahora estás mezclando la tarta que tu abuela horneaba para Shabat. Estas tazas de te fueron un regalo que me hizo tu tía que murió en Auschwitz". No era una intelectual ni tampoco tuvo educación judía formal alguna, por lo que no podría responder mis "porqués" sobre el cumplimiento de las mitzvot, pero las cumplía todas con una exigente alegría vivaz. También sabía hablar un poco, en su manera tan práctica, de su relación con Di-s. Obviamente no tenía cuentas pendientes con esa relación, y trató de convencerme de que no había razón para preocuparse. Pero el misticismo y la espiritualidad judía que tanto me interesaban no eran parte de su vocabulario; no los irradiaba ni analizaba. Así, no podría darme algo de la información clave que yo requería, y no me quedó otro remedio que trabajar en esos temas a mi manera. Por suerte, me aceptó exactamente tal como yo era en cada etapa.

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Mi compromiso con la Torá se produjo después de que muchas preguntas básicas acerca de la observancia y el estilo de vida judíos habían sido respondidas. Hubo un momento en el que, con una Biblia Inglesa abierta en Exodo 20 (la plegaria de Shemá), tuve una experiencia interior abrumadora. Kabalat ol, la aceptación del Yugo Celestial, es quizás la descripción más correcta. Uno podría llamarlo un brinco de fe, pero después me encontré caminando no en medio sobre las nubes, sino sobre suelo muy sólido. Me comprometí a la observancia del Shabat y el kashrut y estaba decidida a eventualmente observar también el resto de las mitzvot. Pasaron realmente meses y años antes de que tuviera el conocimiento intelectual y la disposición emocional para asumir muchas otras mitzvot. También se me había advertido que cuidara de no hacer mucho demasiado rápido, pues otros habían tomado aparentemente esa ruta y luego abandonaron su observancia.

En 1971 el feminismo era un tema candente y novedoso en la ciudad universitaria. Las presentes en mis primeras reuniones del Movimiento de Liberación Femenina incluyeron a una editora del original Our Bodies, Ourselves ("Nuestros Cuerpos, Nosotras Mismas") y una mujer que luego terminaría en la lista de los Diez Más Buscados por la FBI por asesinato y asalto bancario, ejecutado en aras de "la revolución". Yo pertenecía a un círculo literario de mujeres que leía y analizaba literatura feminista. Estudié poesía y recibí consejo personal de la poetisa feminista Adrienne Rich. Llegué a encontrar intimidatorio y hasta desagradable el feminismo radical porque prescribía demasiado odio a los hombres.
Yo no odiaba a los hombres; simplemente me encolerizaba cada vez que ellos parecían conseguir mejores tratos que las mujeres. Un día una amiga me dijo: "Tú estás interesada en el judaísmo y también en el feminismo. ¿Por qué no explorar los dos juntos?"

Mi deseo de establecer un minián (quórum para las plegarias, tradicionalmente compuesto por varones) de mujeres resultó a partir de intensas dudas y frustración espirituales acerca de la condición de la mujer judía, basada principalmente en mi experiencia sinagogal.

En esa época, rezar en hebreo era difícil, especialmente para quien había aprendido poco más que el alfabeto hebreo en la Escuela Dominical Reformista. Tratar concomitantemente de rezar en, y comprender, hebreo, era incluso más difícil. Tratar de hacer malabares con todo esto y tener una experiencia espiritual en la sección de las mujeres de una sinagoga tradicional me ocasionó terribles problemas. Cuando todos cantaban espiritualizados al unísono, me las arreglaba bien. Pero usualmente sentía un incómodo silencio, especialmente entre las mujeres. Anhelé buena concentración, calidez y apertura durante la plegaria, de mí y de otros. En cambio, enfrentaba furtivos cuchicheos de las palabras de las plegarias. Comúnmente hacia el fin del servicio la atmósfera se caldeaba un poco, pero entonces, demasiado pronto, era hora de irse.

Me preguntaba por qué estas mujeres, que decían las mismas palabras que los hombres, parecían, en mi percepción, carentes de algo en sus propias expectativas respecto de una relación personal con Di-s. Se me había dicho que las mujeres no eran ciudadanos de segunda clase, pero ¿como podía yo no comenzar a tener dudas cuando tantas mujeres se comportan como si pensaran que quizás lo fueran? Mi pariente ortodoxa no actuaba como un ciudadano de segunda clase, pero tampoco intelectualizaba, de modo que pensé que quizás algo le tapaba los ojos sin que ella lo supiera o le importara. ¿Si Di-s había creado un sistema en el que yo era un ciudadano de segunda clase, podría confiar en El lo suficiente como para tener una cercana relación personal?
Por otra parte, ¿qué pasaba con las ocasiones en que sí tuve experiencias espirituales positivas, las que ciertamente ocurrieron sin que yo tuviera pensamientos de feminismo?

El tema estaba cargado de paradojas, y yo me sentía confundida. Precisamente cuando precisaba un impulso espiritual, encontraba frustración. De modo que continué rezando en una sinagoga tradicional, buscando entretanto alternativas. Una visita a un grupo llamado javurá me desilusionó a causa de la falta de consistencia en el compromiso judío de sus miembros. Una práctica más intensiva de meditación sirvió temporalmente como salida espiritual satisfactoria, pero no creí que alguna vez pudiera transformarlo en una positiva experiencia judía ritual de grupo.

La idea de establecer el primer minián de mujeres en los Estados Unidos (a mi saber) echó raíces en mi mente a fines de 1971 durante una conferencia en el Hilel de Harvard por un "rabino" conservador. Unos diez días después, nació nuestro "Minián Femenino", con la asistencia de siete mujeres. Nuestros comienzos fueron tenues; todas parecían nerviosas. Yo estaba frustrada, pero continuamos con el grupo, encontrándonos cada dos semanas y realizando jornadas de estudio de Torá juntas de vez en cuando. Fui estimulada por una de mis profesoras, la desaparecida Dra. Pauli Murray, una abogada que se autonominó la primera mujer negra en la Corte Suprema de Justicia a comienzos de 1970, y luego pasó a formar parte del clero cristiano. Ella me instó a guardar un registro del progreso del grupo. No creo que jamás hubo realmente progreso alguno, a pesar que mujeres de otros lugares se contagiaron de la idea y establecieron grupos similares.

No perdí las esperanzas, y nuestro "minián" continuó por el siguiente año y medio hasta que me gradué. Razoné que otras mitzvot me habían hecho sentir torpe e incómoda al principio y luego se habían vuelto una segunda naturaleza; guardaba las esperanzas de que eventualmente experimentaría también a nuestro grupo de esa manera. Sin embargo, nunca encontré satisfacción espiritual en nuestro "minián" o cualquiera de los demás grupos femeninos de plegaria a los que asistí esporádicamente en el curso de los siguientes seis años.

No todos en el "minián" lo veían como yo. La estudiante que recluté para ser co-fundadora del "Minián Femenino" se fue para volverse una "rabai" reformista y llegó a los titulares hace pocos años como la primer miembro femenina de la Asamblea Rabínica, la organización rabínica del movimiento conservador. De hecho, le ayudé a componer una carta en 1972 al canciller del Seminario Teológico Judío pidiendo una aplicación para la escuela rabínica conservadora. Mientras jugueteaba con la idea de volverme Rabino, tuve que rechazarla porque sabía que la verdad que buscaba tenía que encontrarse en alguna parte dentro del judaísmo tradicional. El instinto me dijo que encontrarlo involucraría una búsqueda, y yo estaba dispuesta a una larga si era necesario, pero no del tipo de batalla que libraba mi amiga.

Preocupada por perderme experiencias espirituales importantes, hice otras clases de experimentos feministas judíos al mismo tiempo. Confeccioné mi propio talit, en colores pastel hermosos, aprendiendo de un hombre cómo atar los tzitzít. También creé una muy femenina banda para la cabeza que vestí durante dos años. Pensé que vestir el talit me ayudaría a acallar las distracciones externas, y a veces así fue. Sin embargo, el talit indujo otras distracciones interiores mayores: el hecho de que yo sabía que muchos pares de ojos estaban puestos sobre mí, y el hecho de que muy en lo profundo a veces disfrutaba de la atención y notoriedad que mi comportamiento producía. Mis móviles básicos iniciales eran bastantes sinceros. Pero cualquier altura espiritual que experimenté comenzó a nublarse por la conciencia de semejante falsedad en la raíz de la motivación.

Una vez me puse tefilín. Su dueña me los pidió de vuelta después de diez minutos; en ese momento no quise sacármelos. Sabía que podría tener algunas increíbles mediaciones teniéndolos puestos. Pero también me desbordó el inmenso temor y sensación de que los tefilín eran demasiado santos para vestirlos si había siquiera un ápice de un viaje ególatra involucrado, especialmente si no había mitzvá --y sí algunas prohibiciones-- de que los vistiera.

También me sentí un poco perdida por no poder acercarme a la Torá física, para mirar sobre el hombro del baal koré (el Lector) mientras leía en alta voz, o por ser yo misma el baal koré. De modo que aprendí el trop (la entonación) de la Torá, la Haftará y el Cantar de los Cantares. Había cierta emoción en leer de la Torá, y me ayudó mucho a seguir la Lectura en la sinagoga así como también en mi aprendizaje personal, pero el estudio y la memorización de cada Sección Semanal me resultó difícil y extenuante. Con el tiempo, también llegué a sospechar que un gran porcentaje de la emoción era producto del ego.

Mirando atrás, creo que mis férreos principios feministas llegaron a ser una pesada carga en cierto momento, impidiéndome intentar nuevas mitzvot o ahondar más profundamente en una ya familiar. También me impidieron encontrarme con el tipo de gente que precisaba conocer a fin de ganar el conocimiento que añoraba.
Una experiencia transicional clave entre feminismo y jasidismo ocurrió en 1974. Pasé ese año escolar después de la graduación universitaria en Jerusalén, estudiando Torá --principalmente Talmud-- en hebreo, en un esfuerzo por obtener las habilidades necesarias para el estudio independiente de los textos. Un grupo de norteamericanos solía estudiar jasidut una noche por semana con un Rabino jasídico en Meá Shearím. Si tenía una dirección, no la conocíamos; sólo sabíamos qué callejones recorrer, qué patios cruzar. No hablaba inglés y enseñaba serena y pacientemente en el hebreo más simple. Una cálida noche una amiga y yo nos quedamos después de la clase para hacer preguntas. Su esposa apareció con un vaso de agua que me entregó con una sonrisa. Repentinamente quedé remachada al piso. Había algo intensamente espiritual en la manera en que esa mujer me dio el vaso de agua. No quise irme. Quería sujetarla, estremecerla y rogarle que me contara cuál era el secreto, para decirle que había esperado este momento hacía años y tenía que comprender. Pero no puede. Me pareció que las barreras del lenguaje y la cultura eran demasiado extensas siquiera para intentarlo. Así, me fui a casa esa noche y, sin comprender por qué, guardé cuidadosamente mi talit en un viejo arcón. Hoy, la razón es clara: ya no podía afrontar más el lujo de alejar a mujeres observantes de la Torá y jasídicas que podrían sostener las llaves de la puertas cerradas que yo deseaba abrir
Quizás la mujer era un místico. O quizás cambió mi vida con una muy fuerte kavaná (concentración e intención positiva) al realizar la mitzvá de hajnasat orjím, servir a invitados.

Otro incidente cambió mucho mi actitud hacia el estudio de la Torá. Yo no fui bendecida con la "cabeza" analítica de la Guemará que mejor absorbe el Talmud. Sin embargo, estaba decidida --de nuevo, parcialmente por el principio feminista de no perderme nada-- a mantener un progresivo estudio de éste. Había recogido la actitud, de un número de hombres supuestamente doctos, que las demás partes de la Torá eran de algún modo pobres en comparación con "el mar del Talmud" y que nadie podría lograr nivel respetable alguno de conocimiento de la Torá sin dominarlo, mucho menos obtener sabiduría.

Después de ese año en Israel, me mudé a Nueva York donde encontré un maestro genial que enseñaba Talmud a mujeres todas las noches de la semana. Un grupo pequeño dedicaba tanto como seis horas a la semana estudiando el Tratado de Berajot (Bendiciones) beamkut, lenta e intensivamente. A nuestro maestro le encantaba buscar dentro de las discusiones generalizaciones más profundas. Lo recuerdo dedicando varias semanas a una breve párrafo tratando de comprender la naturaleza de una bendición, y su excitación sobre su conclusión. Una bendición, encontró, es como el principio económico de la bomba de carga (mi analogía) en la que nosotros abrimos las compuertas del Cielo para que Di-s nos pueda conceder Sus bendiciones.

Varios años después, apenas antes de mudarme a Crown Heights, el barrio de Lubavitch en Nueva York, asistí al Instituto Femenino Beit Janá en Minnesota. Poco después de mi llegada fuimos a lavarnos las manos para el pan antes del almuerzo. Una joven mujer, por propia iniciativa, nos ayudó a todas a lavarnos, pues la mayoría eran principiantes en la observancia. Ella misma era obviamente bastante nueva. Mientras esperábamos, no puede menos que esforzar mis orejas mientras explicaba a otra mujer el propósito de la bendición: "El jasidut dice...". ¿Le gustaría al lector adivinar el resto? Este no era un caso donde, como tan frecuentemente sucede, alguien cita accidentalmente una fuente errada, pues mi maestro había trabajado durante semanas para producir una explicación original. De una manera para nada característica en mí, vi a la joven como un mensajero de Di-s. Nunca más me esforcé por principio a estudiar Talmud. Hoy abriré un volumen del Talmud si tengo una razón específica, pero mi estudio básico diario de Torá se centra en otras obras.

Quizás el verdadero proceso interior de mi transición fuera del feminismo resulte más claro con la pugna por el tema de la mejitzá, la cortina que separa a hombres de mujeres. Nunca había luchado contra la noción de mejitzá, pero tampoco había creído realmente en las explicaciones que había recibido. Acepté la mejitzá porque era parte del paquete de la Torá, pero durante muchos años mi mente no estaba en paz con ello.
Vísperas de Iom Kipur, alrededor de 1980. Hombres y mujeres estaban apiñados por igual en la Sede Central Mundial de Lubavitch para Kol Nidré, algo así como pasajeros en un autobús de Jerusalén durante la hora de mayor afluencia. El baal tefilá (conductor del servicio) tomó su lugar para comenzar. Aguardaba una inspiradora voz, una melodía penetrante que me arrastrara al ánimo de la Festividad. En cambio, un hombre con una voz ordinaria comenzó las plegarias con una melodía sin tono y luego estalló en lo que parecían ser sollozos sinceros.

Sonaba ridículo. Me molestó. Un instante después, con toda honestidad, me vi forzada a redefinir mi emoción como terror. No tenía inspiración, ninguna melodía tras la cual ocultarme. El baal tefilá no iba a elevarme a ninguna altura espiritual.
De pronto me di cuenta. Aquí había un hombre conduciendo las plegarias para miles de judíos, incluyendo a nada menos que al Lubavitcher Rebe, y con todo estaba en cualquier cosa menos en un viaje de ego. Esto significaba que absolutamente nada me faltaba del otro lado de la mejitzá. En ese momento, la mejitzá cayó figurativa y estrepitosamente abajo de una vez por todas, enseñándome de qué se trataba desde un comienzo. Había sentimientos contradictorios involucrados: por un lado, la preocupación de que de algún modo Di-s estaba presente sólo del otro lado de esa cortina divisoria, y por el otro, un miedo de que si no lo estaba, yo no sería capaz de encarar el enfrentamiento. De alguna forma hubiera sido más fácil ocultarme detrás de mi enfado. Ahora la realidad era clara, simplemente tendría que ser yo y Di-s; yo enfrentando mi verdadero ser frente a Di-s.

No fui capaz de abandonar el minián femenino, el talit, y el resto --ni estaba interesada en hacerlo-- hasta que otros recursos espirituales tomaran su lugar. Un factor crucial en el proceso de cambio fue el estudio de jasidut. Parte de lo que me ayudó a confiar en el sistema fue encontrarme con que jasidut está repleto de alegorías femeninas. El tema sería interesante e inspirador por sí mismo, pero está más allá del alcance de este artículo.

No encontré accesible al jasidismo Jabad sino cuando estaba viviendo en Crown Heights y asistí a clases, sinagogas locales donde tenía modelos para la concentración apropiada durante la plegaria, y los Farbrenguens (reuniones jasídicas) con el Rebe. Con una profundización del estudio y la observancia de mitzvot se ha producido una incrementada conciencia de aquello que era superficial en el pasado y un deseo natural de rechazarlo. En consecuencia, el cambio ha sucedido principalmente gradualmente, como abandonar ropas en las que ya no se entra ni se necesitan.
Supongo que habré entrado a mis experimentaciones judías feministas con el alma de un niño inocente. Por un lado había una amplia franqueza, belleza y sorpresa, que perduran como una refrescante fuente de inspiración cuando recuerdo los días iniciales de observancia. Por otra parte, había una pasividad, como si las experiencias espirituales importantes deberían conferirse sobre mí desde Arriba simplemente en virtud de, digamos, vestir ciertos atavíos. Solía asumir que Di-s proveía toda clase de diversiones placenteras a los hombres mientras ejecutaban sus mitzvot particulares. La experiencia de primera mano, el estudio de la Torá y los debates con hombres me llevaron a la conclusión de que no era probable que los hombres estuvieran recibiendo "golosinas gratis" más que yo.

Con el tiempo se sucedieron cambios graduales en las irrealistas, y en consecuencia no satisfactorias, expectativas iniciales. Había una aceptación de mi responsabilidad no solamente de cumplir mis requerimientos en la observancia de las mitzvot, sino en infundir energía y entusiasmo en cada mitzvá. Originalmente yo había exigido que mis modelos --incluyendo a todas esas mujeres detrás de la mejitzá-- fueran perfectos.

Cuando dejé de esperar tanto de mis compañeras judías mujeres y había ganado suficiente confianza en mí misma para darme cuenta de que quizás yo debía intentar ser un ejemplo para ellas, las plegarias y demás mitzvot fluyeron más fácilmente.

Es imposible minimizar la importancia de tener modelos varones. Me he encontrado con dínamos humanos, que creo están entre las Boinas Verdes espirituales del pueblo judío. Ellos tienen los defectos de todos los mortales, pero su maximización del potencial es pasmoso. Durante mis tempranos años feministas las alabanzas de la mujer judía en la literatura de la Torá habían sonado como tantas otras perogrulladas: "Un entendimiento superior se ha concedido a las mujeres", "Una mujer de valor, ¿quién puede encontrar?", etc. Al encontrar mujeres que ejemplificaban estos versículos, mis enfoques tuvieron que cambiar radicalmente. Lo que es más, cuando me casé e inicié una familia comencé a apreciar que la fortaleza espiritual, el mesirut néfesh --la total entrega de lo mejor de uno mismo-- con que la Torá desafía a la mujer judía no es nada menos que la forma más suprema de práctica mística que podría haber imaginado alguna vez, tan diferente en forma como podría parecer ser superficialmente a veces.

Creo haber cerrado el círculo en tratar de vivir a la altura de los modelos femeninos de Meá Shearím y la pariente que en primer lugar me inspiró con su regocijo en las mitzvot.

Estoy agradecida de estar conectada a una comunidad donde, hablando espiritualmente, las calles están pavimentadas con oro. ¿De hecho, quién sabe? De haber estados mis ojos abiertos todos esos años para ver ese oro, cumplir la primera mitzvá podría no haber resultado paralizante en absoluto.

Por Mickey Hirshberg